lunes, 26 de octubre de 2009

Cualquier turno pasado...

...fue más seguro. Ya he hablado alguna vez aquí de que trabajo en Huelva y tengo que ir y venir todos los días (lógicamente) desde hace cuatro años. Hasta ahora, había tenido una suerte inmensa con los compañeros del turno de coche. Este año, nos ha quedado una vacante en el turno (ya te vale, Angelus) y ha sido ocupada por una compañera cuyo nombre no desvelaré, pero que ya se ha ganado el mote de Mary Higgins, Merijigins de aquí en adelante, por el higo (pronúnciese con h aspirada) que tiene. Es una bellísima persona, pero cargante como ella sola. Lo peor no es que sea cargante (que eso va en gustos), sino que su pachorra nos va a llevar a todos a la destrucción. Para muestra, un botón:

El otro día nos cayó un buen chaparrón por la autovía. Uno más de tantos. Bueno, pues para empezar, la moza iba tan aterrada que no pasaba de 70 km/h. Y el resto de coches adelantándonos. Uno de mis compañeros se ofreció para conducir, el otro le recordó que existía una cosa llamada 5ª marcha, pero ella, nada, a lo suyo. A ese ritmo, teníamos claro ya que llegábamos tarde, cosa que no ha ocurrido en 4 años de turno, exceptuando la ocasión en la que atropellamos a un perro suicida que se nos atravesó. El caso es que como éramos pocos, parió la abuela y la señora se dio cuenta de que le quedaban "dos rayitas" de gasolina. "¡Huy! Voy a tener que parar..." Y paró.

Lo que pasó en la gasolinera no tiene nombre. Primero, se queda sentada en el coche, esperando que la atiendan. Vale, la mujer no tenía por qué saber que la estación era de autoservicio. Se lo decimos. Reacción: "¡Huy! Pues no me hace gracia..." Sale del coche. Mira a la derecha. Mira a la izquierda y suelta: "Bueno, a ver, ¿qué hago?" ¿Qué haces? ¿Qué haces? Alma de cántaro, ve y pide, llena o lo que sea, pero haz algo, que no llegamos. Le decimos que se acerque al mostrador y diga qué cantidad quiere repostar. Cuando vuelve, coge la manguera y me da un golpecito en el cristal de la ventana, muy preocupada. "Suntzu, vigila el surtidor a ver que no se pase". ¿Que no se pase? ¡Pero si le has dicho que te eche 30 euros! Cuando llegue a los 30, se corta. Se lo explico estupefacta, flipada y fingiendo una normalidad y calma que estoy muy lejos de sentir. Mientras ella echa la gasolina, uno de mis compañeros está a punto de explotar de la ira ante tanto cuajo y el otro se encomienda a todos los santos porque ve que no llegamos.

Merijigins que sube al coche de nuevo. "¡Ay, perdón! Es que en mi pueblo siempre hay un muchacho para echarte la gasolina". A esas alturas, yo misma me hubiese ofrecido a echarle la gasolina, pero por lo alto. Salimos de la gasolinera. Sigue lloviendo a mares. Al cabo de un cuarto de hora, deja de llover, pero se ve que los charcos tampoco son lo suyo y la moza sigue en cuarta. Mi compañero, desesperado, le insiste en que acelere un poco.

Y en estas estamos cuando vemos que la gente que nos adelanta, empieza a pitarnos y a hacernos señales. Comprobamos las puertas. Nada. De repente, Merijigins exclama:

-¡Ay! ¡Que me he dejado abierto el tapón del depósito!

Llevábamos un cuarto de hora circulando con el tapón abierto porque se ve que Merijigins no se había acordado de cerrarlo y por eso nos pitaban. Un compañero le comenta que eso no puede ser muy bueno y que a lo mejor le ha entrado agua en el depósito. Para colmo, el mismo compañero empieza a hacer comentarios del tipo: "¿Os imagináis que alguien tira una colilla y se cuela por el depósito?" A esas alturas, estamos llorando de la risa, de la desesperación y deseando que alguien, efectivamente, tirase una puñetera colilla y acabase con nuestra agonía.

A todo esto, Merijigins, que ve un coche detenido en el arcén, con su triangulito, y no se le ocurre nada mejor que pararse detrás para cerrar el taponcito de las narices, maniobra que no llegó a ejecutar porque el otro compañero le pegó una voz y le dijo, frenético ya:

-¿Dónde vas? ¿Ahí te vas a parar? ¡Anda y tira ya p'alante!

Entramos en el último tramo de carretera antes del pueblo. Parecía imposible ir más despacio, y aun así, Merijigins redujo la velocidad de 70 a 30 km/h para entrar en el pueblo. La pobre debió de percibir la tensión que se palpaba en el coche y no hacía más que disculparse. Al final, llegamos casi 20 minutos tarde entre pitos y flautas. Y no exagero si os digo que el susto no se nos fue en un par de días. A alguno todavía no se le ha pasado el cabreo.

Para morirse. En serio. Yo no he vivido cosa igual en los días de mi vida.