lunes, 24 de noviembre de 2008

Una del Oeste


"En este Claustro no hay sitio para las dos" (en un sueño de anoche).

Me he despertado hace apenas una hora de una macrosiesta de hora y media de duración. Llevaba todo el fin de semana sin dormir bien por muchas razones. Una de ellas era una conversación pendiente con una compañera de trabajo de estas que se dedica a fagocitar el trabajo ajeno. No soy persona de buscarme problemas con los compañeros, no me gustan las situaciones tensas y evito cualquier tipo de discusión. Pero las opciones que tenía eran las siguientes:

1. Le dejaba mi trabajo a esta compañera para que lo fusilase y me quedaba con la cara de idiota y la sensación de que hubiesen abusado de mí.

2.Pasaba un mal rato y le decía a esta mujer que, a pesar de haber accedido a ello el viernes (debido a la sorpresa), no pensaba dejarle mi trabajo para que lo fusilara.

Como ya he dicho, he pasado un fin de semana horroroso, nerviosa, pero he hablado con ella esta mañana y me he quedado la mar de ancha. De hecho, he comprobado que hay personas que no conocen la vergüenza (a mí me dice un compañero lo que yo le he dicho a ella y me meto en el agujero más cercano o me cavo uno allí mismo) ni la conocerán en su vida. Ella lo ha atribuido todo a un malentendido y se lo ha tomado con mucha simpatía. Pero ya sabemos cómo van estas cosas.

Vigilaré mis espaldas, no vaya a ser que me peguen el tiro por detrás.

Por cierto, el domingo, harta de corregir exámenes, me fui a la sesión matinal a ver Appaloosa. No puedo ser objetiva (ya conocéis mi debilidad por Viggo Mortensen), pero me gustó mucho. Me confirmó lo que temía: que para mí, René Zellweeggleches solo me resulta creíble como Bridget Jones. Pero bueno, es una historia de amistad con buenos muy buenos (aunque con sus sombras también), malos malísimos (ole por Jeremy Irons), pueblos polvorientos y tiroteos a diez bandas. Tiene de todo. Me hacía falta desconectar un rato (he estado dos días y medio corrigiendo exámenes sin parar) y desde luego que lo hice. Creo que hasta me sirvió de inspiración.
Me voy a engrasar mi pistola con la satisfacción del deber cumplido y la conciencia tranquila.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cinema ¿Paradiso?




Diario de clase:
Maestro: Bueno, Pablo, ¿te ha gustado la película?
Alumno: Peor es ir a clase.
Aunque parezca mentira después de todo lo que largo por aquí, resulta que todavía tengo (o tenía, hasta esta mañana) algo de fe en la condición humana. Concretamente, en esa subespecie llamada homo-estudiantis o, como dicen en mi pueblo, tocapelotas.
El caso es que en Huelva se está celebrando el Festival de Cine Iberoamericano, proyectaban Cinema Paradiso y decidimos llevar a los alumnos de 4º de ESO. Sí, sí, lo sé: que la película es un rollo, que cómo se nos ocurre, que eso no puede ser atractivo para los chavales… Pero pensamos que se le podía sacar partido para una asignatura y además, dos de los profesores que íbamos somos incondicionales de la película. Vamos, que fuimos un poco “porque yo lo valgo”. Lo reconozco.
De todas formas, aunque la peli les parezca un rollo, es una oportunidad para salir, estrechar lazos, hacer algo distinto. Total, que nos liamos la manta a la cabeza y nos hemos ido esta mañana al cine. Alumnos: 96. Profesores: 4. Que podrían ser los días que nos quedan a todos para acabar en el manicomio, pero no. Lo primero fue conseguir que formasen una fila para entrar en el cine y no se desparramasen por el centro comercial en el que se proyectaba la cinta.
Una vez dentro, en cuanto se apagaron las luces y como dice un compañero, sufrieron todos un “ataque masivo de cistitis” y allá que empezaron a subir y bajar por las escaleras para ir al servicio, para comprar palomitas, para escaquearse, al fin.
En la sala había alumnos de 3 centros distintos, pero los más numerosos eran los nuestros. Y los peores, también.
Nos sentamos los profes juntos. Una compañera me ofrece almendras, que no me gustan (no me van los frutos secos, excepto los quicos). Al cuarto de hora de empezar la peli, percibo unos flashes en plan discoteca, y resulta que cuando me vuelvo, veo que mis niños se están haciendo fotos durante la proyección. Me voy a la parte de arriba, les llamo la atención y, de repente, veo a uno que está a punto de hacerse una foto con dos amigas. Ni corta ni perezosa me dirijo a él hecha un basilisco (silencioso, eso sí) y le quito la cámara. Y súper indignada vuelvo a mi asiento. A los dos minutos, una profesora viene a mi lado y me dice:
-¿Ha habido algún problema?
-No. Le he quitado la cámara a un alumno porque…
Y tal como lo iba diciendo e iba viendo la mirada acusadora de la compañera del otro centro y la de la típica alumna-lapa-pelota adosada a sus faldas, me di cuenta: le había quitado la cámara a un chaval de otro instituto. ¡¡¡Qué vergüenza!!! Me quería morir, la verdad. Tras pedirle disculpas y devolverle la cámara, me dispongo a volver al sitio que ocupaba con mis compañeros. En estas, me veo a un alumno de mi tutoría (bastante friki, pero muy responsable) tumbado todo lo largo que es en las escaleras del pasillo principal.
-J., ¿qué haces?
-Estoy viendo la película, maestra.
-Haz el favor de sentarte en una silla.
-¿Por qué? Si estoy bien aquí. Ya todos saben que este es mi sitio y no me pisan.
Lo que siguió os lo ahorro porque me deprime mucho tener que convencer a un tío de 16 años de que las escaleras del pasillo no son el lugar adecuado para ver una película.
Bajo a las butacas con el resto de mis compis, que están a su vez, apagando otros fuegos. Ahora las almendras no me parecen tan mala idea. De hecho, me pongo ciega.
La peli se acaba. Toca ir al autobús. Única cosa buena: me encuentro por sorpresa con mi amiga Puri (había ido allí con sus alumnos) y nos abrazamos y gritamos como dos quinceañeras. Y ahí termina lo bueno.
Cuando quedan cinco minutos para que se cumpla el plazo que les habíamos dado a los chavales para que estuvieran en el lugar donde nos tenía que recoger el autobús, vemos que, de los 55 que venían en el autobús con mi compañero y conmigo, solo hay 5. Me voy a buscar a los otros 50 por todo el centro comercial.
(Póngase música de “El hombre y la tierra”).
Primer objetivo: Bershka, Stradivarius y demás locales made in Amancio Ortega. No falla. Por allí andan mis féminas probándose trapitos. Mi cara de palo seco y yo las echamos de las tiendas. Me faltan los chicos. Veo una tienda GAME a lo lejos. Allí están. Los arreo a todos para el bus y cuando llego (con 20 minutos de retraso), me llaman mis compañeros del otro autobús, con la frase fatídica: “Nos falta P.”. Me pongo a gritar en el autobús, a preguntar si alguien sabe dónde anda P. Veo caras sospechosas entre la mafia de la parte trasera del autobús. Cuando me acerco, P. sale de entre las piernas de otro alumno. “¿No puedo volver en este autobús, maestra?” “No. Hemos venido llenos y te esperan en el otro autobús.” “¡Avíate!” Total, que acabo pegándole dos gritos con lo poco que me gusta, básicamente, porque quedo muy ridícula gritándole con mi vocecilla a un tío tan grande. Pero es que no puedo más. O sí.
Tal como P. sale por la puerta, llegan cuatro rezagadas que, encima de que llegan tarde, se empeñan en volver en los mismos asientos en los que habían venido y que ya habían sido ocupados por otros. De muy mala hostia ya (lo reconozco) les digo que no les va a pasar nada por ir separadas un cuarto de hora. Y ellas se sientan mientras me clavan sus miradas asesinas envueltas por un rabillo del grosor de mi rollo de papel higiénico.
Entonces me siento con mi compi, con la lengua como la suela de un zapato por culpa de tanta almendra garrapiñada y con unas ganas de orinar de impresión y oigo a mis espaldas a una alumna: “Tío, me tiraba ahora un eructo que llegaba volando hasta mi casa”.
Como decía mi abuelo: “otro día fuera”.