La que se montó hace un par de días en mi instituto. Tras la conclusión de unas obras de ampliación que han durado más que la construcción de El Escorial, ayer llegó el día en que el cargo de turno vino a inaugurar oficialmente el chiringuito.
Consecuencias de la visita: se trastocó el horario normal del centro. Se dieron cuatro horitas seguidas de clase (lo normal son tres), recreo y dos horitas más. No sé si habéis pasado por la experiencia, pero si normalmente están los nenes hambrientos a tercera, no os quiero ni contar lo que era tenerlos sin comer una hora más. Desde luego, así no entra la Administración en contacto con el día a día de la enseñanza ni de coña.
Para colmo, la profesora que tenía que dar clase a los pandoros no vino. ¿Y quién estaba de guardia? ¡Premio! La menda lerenda. Así que tuve una regresión, mientras entraba en aquella clase que, casualmente, quedaba pared con pared con el pasillo donde habían colocado toda la parafernalia propia de estas ocasiones, a saber:
-Cutre-placa para conmemorar el acontecimiento. Además, según apuntó un compañero, está torcida.
-Banderitas de Andalucía a gogó.
-Atril para los discursitos. Sí, sí, esos en los que todos se congratulan de lo bien que están las cosas y de la cantidad de dinero que nos da la Administración. (¡Qué buenos son!).
-Altavoces para poner música ambiental. En este caso, el himno de Andalucía.
-Dentro del kit entraban también dos niñas con sendos ramos de flores para recibir a la representante de la susodicha Administración. Como si fuera la reina doña Sofía, vamos.
Bueno, pues ahí estaba todo preparado y como digo, pared por pared, la nueva remesa de pandoros 2008 a los que no tengo el gusto de darles clase. Vamos, como si pones a un elefante con epilepsia al lado de una colección de porcelana china de la dinastía Fu-Manchú.
Y yo, en medio. Mientras intentaba escuchar algo de los discursos a través de la pared, los chavales estaban dentro hablándose a grito pelado (“¡Es que yo hablo así, maestra!”) e insultando a alguien que pasaba por la calle (alguien a quien llamaban “Cebolla”. No sé). Cuando me voy para los de la ventana a llamarles la atención (no podía pegarles una voz porque estaban todos los peces gordos a tres metros) y logro que se callen, resulta que otros dos habían cogido una silla y se estaban asomando por un cristal que hay al final de la pared y que da al pasillo.
Les digo que bajen de las sillas. Bajan. Fuera, alguien termina un discurso y aplauden. Mis pandoros, imbuidos por un espíritu mimético, aplauden y jalean desde dentro.
Y me acuerdo de las inauguraciones, los altos cargos, los paripés y la hipocresía que hace que estés con un grupo como los pandoros a menos de tres metros de un alto cargo de la Administración, y no puedas decirle: “Pase usted y vea”.